«[…] A petición del cardenal Severini, Lucrezia Caprarola, condesa de Vico, ha tenido a bien acogerme como dama de compañía en su noble morada del Quirinale […]. ¡Oh, tío, tengo tanto que agradeceros! […]. En contra de lo esperado, tras el fatigoso viaje, mis fuerzas no flaquean, y lo único que ansío es la llegada del día en que por fin podré acariciar con mis propios ojos cada palabra escrita por Platón, Aristóteles, Ptolomeo, Lucrecio, los maestros de la Escuela de Chartres […] como he hecho durante años con los códices que me descubrió a hurtadillas, cuando tan solo era una niña, en la biblioteca catedralicia de Compostela…».

—Sira, estoy aquí.

Recojo a toda prisa el archivador A-Z en el que guardo una copia del estudio sobre Mencía de Cusanza cuando oigo la voz de Alba. Sin disimular la euforia nerviosa que me produce haber llegado a Génova, corro hacia ella, y nos fundimos en un abrazo interminable, a pesar de que hace tan solo dos meses y medio que no nos vemos. En concreto desde mi última visita a Santa Maria Ligure, a finales de marzo, cuando solicitamos el permiso de excavación para llevar a cabo el estudio histórico-arqueológico de las ruinas de la iglesia y su entorno.

—¿Y ese cambio radical de look? —No queda ni rastro de su larga melena azabache—. ¡Estás guapísima!

—Cierto es que me favorece. —Utiliza una cristalera como espejo y se revuelve el pelo con la mano—. La semana pasada participé en una campaña solidaria de donación de pelo para la fabricación de pelucas oncológicas.

—Eres la mejor. —Me siento orgullosa del gesto que ha tenido mi amiga.

A paso lento, y cargadas con mis maletas, nos dirigimos hacia el parking en busca de su coche.

—¿Cómo va Hugo de su resbalón en la ducha? —Se preocupa.

—Ya casi no le quedan magulladuras, pero el médico le dijo que tenía que seguir con la muñeca vendada un par de días más.

—Bah. —Da un manotazo al aire—. Eso no supone ningún problema para él, estará bien atendido por la líder pija de alguna asociación estudiantil.

Reímos, porque no se equivoca. Toda fémina que pasa por la clase de nuestro amigo cae rendida a sus pies. Incluidas nosotras. Aunque por aquel entonces yo era una novata recién salida del instituto, y él, un becario del Departamento de Arqueología de la Universidad Reyes Católicos, que había finalizado sus estudios el curso anterior. Aun así, once años después, hay que reconocer que esa mezcla de chico malo e intelectual lo sigue haciendo irresistible para sus alumnas veinteañeras.

—Te he dejado un hueco. —Levanta la puerta del maletero, en el que tan solo queda libre una esquina.

—Si te descuidas, tengo que alquilar un cofre para el techo… —me burlo—. Veo que lo de irte a vivir conmigo a Sestri Levante iba en serio.

—No sé por qué te sorprendes tanto, si la idea fue tuya.

—¡¿Mía?!

—Sí. ¿Acaso no me dijiste que, ya que nos vemos en contadas ocasiones, era la oportunidad perfecta para recuperar el tiempo perdido? —Me arranca una carcajada—. Además, es mucho más cómodo para no tener que andar desplazándome todos los días desde Génova. El tráfico es caótico.

Hecho que corroboro nada más ponernos en ruta, mientras cruzamos la ciudad en dirección a la autopista.

Entre túnel y túnel, mi mente vuela a mi último curso de secundaria, cuando visité Italia —y pasé por esta carretera— por primera vez. Ya desde pequeña me había picado el gusanillo por la Historia y podía pasarme horas y horas leyendo y mirando fotos de excavaciones y ruinas en libros, pero nada comparado con lo que sentí en Roma al pasear por el Foro de Trajano. Allí, con tan solo cerrar los ojos, me vi envuelta por las voces de senadores, cuestores, comerciantes y esclavos, por el olor a vino, a letrina, a incienso y a perfume de azafrán… Y tras volver, como quien dice, en mí, me di cuenta de que se me habían escapado un par de lágrimas. Mi tutora, condescendiente, me abrazó y me dijo que estaba sufriendo el síndrome de Stendhal, algo que por aquel entonces no entendí. Pero mi expresión se transformó en cuanto divisé a un grupo de arqueólogos, y mis pies comenzaron a caminar solos hacia ellos. Y allí, mientras mis compañeros se retrataban con actores disfrazados de emperadores, yo lo tuve claro: «Algún día, trabajaré aquí».

Dejamos atrás la autopista y nos incorporamos a la rotonda que distribuye el tráfico a la entrada de Sestri Levante. Mi sonrisa se ensancha cuando Alba ralentiza al enfilar una calle de sentido único cercana al paseo de la playa y al centro histórico.

—Llegamos. —Señala un edificio de tres plantas pintado en tonos naranjas, en cuyo bajo hay una carnicería—. Por el momento somos las únicas inquilinas —me comenta mientras me ayuda a sacar el equipaje de su Fiat 500—, aunque según me ha dicho Bernardetta…

—¿Quién? —la interrumpo al no haber escuchado antes ese nombre tan familiar para ella.

—¡Ah! La propietaria del apartamento. Tengo entendido que es la fuente de información extraoficial más fiable de todo el barrio.

—Estupendo, una casera metomentodo…

—No vive en el bloque, pero, si así fuese, estoy segura de que tampoco tendríamos ningún problema con ella. —Deja lo que está haciendo y centra toda su atención en mí—. ¿O es que tienes pensado convertir esto en Sestri Shore, con noches de fiesta, alcohol y sexo?

—Vengo a trabajar, no a disfrutar de una beca Erasmus.

—Tampoco es que te despendolaras el curso que estuvimos en Sicilia… —insinúa con un bisbiseo.

—Te he oído.

—¿Acaso miento? En fin, como te iba diciendo, a principios de junio suelen llegar los dueños del primero, así que estarán al caer. Por lo visto es un matrimonio jubilado que viene con sus dos nietos a pasar el verano.

Pica con los nudillos en el cristal del escaparate de la carnicería y saluda con la mano al dependiente, quien le devuelve el gesto con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Lo conoces?

—Es primo de Bernardetta. Su cima alla genovese está de muerte, tienes que probarla.

—Ahora mismo… —mascullo para mí—. ¿Y del segundo piso qué se sabe?

—Es del marido de la peluquera de la esquina, lo heredó de su madre.

Pongo los ojos en blanco, cargando una de las mochilas al hombro.

—Me refiero a si vive alguien habitualmente.

—Ni idea, no me ha comentado nada. Solo que se rumorea que cobran el alquiler en negro. —Cierra el coche y nos encaminamos hacia el portal—. ¿Qué traes en esta maleta, que pesa horrores?

—Mi portátil, herramientas para la excavación y varios libros.

—Pues me vas a tener que ayudar a subirla, te recuerdo que es un tercero sin ascensor.

—Anda, quejica, lleva tú esto que ya me encargo yo de la maleta.

Tras subir los tropecientos escalones enmoquetados cuatro veces, acabamos con la «mudanza».

—¡Bienvenida a nuestro hogar durante los próximos tres meses! —Se entusiasma con la idea—. ¿Qué te parece?

—Bonito hall —bromeo, posando los bártulos en el pequeño recibidor.

—Bien, empezamos la ruta. —Entro detrás de ella en la habitación que nos queda a la derecha—. El salón no es muy grande, pero tenemos de todo y en buen estado. Lo único malo es que no es muy luminoso y las vistas no son nada del otro mundo. —Nos acercamos a la ventana—. Enfrente tenemos edificios.

—Eso es lo de menos.

—Siguiente parada: la cocina. Como ves, una reforma no le vendría mal.

—Toda la razón. —Opino lo mismo que ella sobre la cocina ochentera, un tanto estropeada por el uso—. Pero para el tiempo que vamos a estar, nos apañamos.

—También es verdad. Seguimos. Tema dormitorios. —Abre las dos puertas situadas en la pared opuesta del hall—. Ambos dan a un patio de luces y son prácticamente iguales, la única diferencia es que uno tiene cama matrimonial y el otro, dos camas de noventa separadas. ¿Lo echamos a suertes?

—Quédate con esta. —Le indico con un gesto la habitación matrimonial.

—¿Y si tienes compañía?

—Sabes que eso no va a ocurrir.

—Lo suponía, aunque en el fondo tenía la esperanza de que tu faceta «Santa Sira, Sira, Sira, a los hombres ni se mira» se hubiese quedado en España, pero ya veo que no… Pues, maja, a ver si te espabilas pronto, que no sabes la de alegrías pa´l cuerpo que te estás perdiendo por tu empecinamiento. Que, por cierto, ya empieza a rayar lo obsesivo, perdona que te diga, el que nada ni nadie interfiera en tu camino hacia Renato Fontana. Y si por lo menos estuviese de buen ver, podría llegar a entenderlo, pero ni eso: es calvo, tirillas y con una nariz que ya quisiera Don Pimpón…

Me adentro en mi cuarto y descorro las cortinas para que entre un poco de luz natural.

—Pues siéntate a esperar, porque no voy a claudicar.

Si por algo es importante para mí el estudio de Santa Maria Ligure, además de por ser mi primer trabajo como coordinadora de una excavación arqueológica, es porque supone un gran paso en mi carrera profesional para conseguir el objetivo al que llevo tanto tiempo dedicada en cuerpo y alma: formar parte del equipo de arqueólogos encabezado por Renato Fontana en Roma, el más prestigioso de Italia, y puede decirse que de Europa. Por ello incluso he dejado de lado aspectos básicos de la vida, como mantener una relación de pareja —solo he tenido una, aburrida y con falta de chispa—, o pasar más tiempo con mi familia. Pero eso es algo de lo que no me arrepiento, porque sé que entrar en el equipo de Fontana es algo así como una utopía, y nunca lo conseguiré si pierdo la concentración. Y por mucho que Hugo me repita que el equipo rectoral de la Universidad Reyes Católicos, de la cual ambos dependemos, está muy contento con mi labor como investigadora y que no quiere perderme, por lo que barajan la posibilidad de que imparta alguna asignatura el próximo cuatrimestre, yo no soy de las que se rinden a la mínima de cambio y no me voy a encerrar entre cuatro paredes a disertar sobre teorías y métodos historiográficos; seguiré persiguiendo mi sueño hasta que lo alcance.

—En serio, siete meses a palo seco no puede ser bueno para la salud.

—¿Ahora eres mi sexóloga de cabecera?

—Tómalo a guasa… —Se dirige a la cocina—. No hace falta que te diga que la quinta puerta es el baño. Mientras te instalas en el dormitorio «antirretozo», voy a preparar unas cosillas.

—¿No piensas deshacer tus maletas?

—Eso puede esperar.

***

Ya a solas, recorro la habitación con la mirada de forma pausada. Está amueblada con gusto —al igual que el salón y el otro dormitorio—, con dos camas, sus correspondientes mesitas y un armario opuesto a ellas, todo en tonalidades verdes y blancas. Como única decoración, sobre los cabeceros compactos, dos carteles de los años sesenta promocionando las Vespa. Escojo la cama que se encuentra más cercana a la ventana, abro la mochila y coloco mi archivador A-Z sobre una de las mesillas. En la otra, un portarretratos con una foto tomada el mes pasado, con motivo del cumpleaños de mi madre. Y así, poco a poco, en menos de un cuarto de hora, ya tengo todo organizado y distribuido.

—Ahora sí —afirma Alba, contenta, cuando entro en la cocina. Acto seguido me tiende un vaso con una rodaja de naranja decorativa en el borde.

—¿Has preparado sangría?

—No hay inauguración que se precie sin brindis. —Choca su vaso con el mío—. ¡Chin-chin!

—Este sabor me trae muy buenos recuerdos. —Me transporto a nuestra época de estudiantes y, más recientemente, a las fiestas que organizamos cada vez que va de visita a España.

—Pues no es momento de ponerse sentimental —ataja con cierto misterio—. Nos vamos. Aún te queda por conocer lo mejor.

Coge la jarra con lo que queda de bebida y me encasqueta un plato con aceitunas.

—¿Para qué…?

—No hagas preguntas y sígueme.

Intrigada —y con algo de recelo, porque de mi amiga se puede esperar cualquier cosa—, salgo tras ella del apartamento. Atravesamos una puerta en el propio rellano, en la cual no me había fijado antes, y la sigo por un corto tramo de escalera de madera.

—¡Sorpresa! —canturrea.

—¿Y esta maravilla? —No me había dicho que tuviésemos azotea. Y mucho menos que estuviese acondicionada al detalle, incluido suelo con baldosas de barro.

—Puede decirse que la estrenamos nosotras. La arreglaron en Semana Santa.

—Pues creo que nos va a dar muchas alegrías… —afirmo con la vista fija en el horizonte, donde, entre los edificios, se intuye el mar de Liguria.

Acercamos una silla a las tumbonas para que haga las funciones de mesa y nos repanchingamos en ellas.

—Sin duda, has hecho una buena elección de apartamento. —Brindamos de nuevo.

—Gracias. —Saborea la sangría—. Edite et bibite, post mortem nulla voluptas[1].

—En Italia ya no se habla latín desde hace unos cuántos siglos.

—Qué simpática… —Lo acompaña de una mueca—. Me aprendí algunas expresiones y dichos para la presentación del libro de la semana pasada.

—Es verdad, que no te he preguntado. ¿Qué tal ha ido? ¿Les han gustado tus dibujos de las lápidas romanas?

—¿Aún lo dudas? Incluso firmé un par de ejemplares. —Se pavonea—. En general, el acto, bastante bien. Pero no puedo decir lo mismo de la vuelta a casa… —murmura muy bajito.

—¿El qué?

—Nada, nada. —Intenta disimular ahuyentando a un par de gaviotas, apoyadas sobre el parapeto que tapia la azotea.

—Hay algo que no me estás contando. Te conozco desde hace muchos años.

—No sé de qué me hablas…

—¡Vaya que no! —río—. Además, tengo la intuición de que está relacionado con el hecho de que estés ahora mismo aquí tumbada a mi lado…

—Está bien —refunfuña—. Digamos que tuve un pequeño problemilla con mi vecino de planta… —Suelta para el cuello de la camisa, antes de hacer una pausa—. Bueno, quizá no fue tan pequeño…

—¿En qué quedamos?

Se revuelve incómoda en la hamaca.

—El miércoles pasado, entre que estaba lloviendo y que llegaba tarde a la presentación del libro, con las prisas, me olvidé las llaves en casa. Me di cuenta de inmediato, pero, como no podía entretenerme y, al fin y al cabo, la puerta estaba cerrada, opté por dejar el tema hasta que volviese. El caso es que, cuando regresé, tuve la suerte de que salía una vecina, así que pude entrar al edificio e ir directa a ver si por mí misma era capaz de solucionar el asunto. Siguiendo un vídeo de Internet, intenté abrir con una tarjeta, pero no hubo manera. Así que le di un par de golpes a la cerradura con el zapato…

—¿Que hiciste qué? —Intento aguantar la risa, porque lo cuenta muy seria.

—Quién sabe, podía funcionar. —Se encoge de hombros—. A mi juicio los golpes no eran muy escandalosos, pero mi vecino de al lado parece ser que no pensaba lo mismo y salió a ver qué sucedía.

—¿Lo conozco?

—No —responde rápida—. Yo… solo lo he visto en un par de ocasiones.

—¿Es joven?

—Tiene treinta y dos años…, calculo —se apresura a aclararme lo que había sonado como una afirmación.

—¿Físico?

—Que te cagas. —No podría haberlo expresado con mayor claridad—. Practica natación y compite con un equipo semiprofesional.

—Sigue.

—Como te iba diciendo, salió a ver qué sucedía… con unos simples bóxer.

—¿En serio? —Asiente, mordiéndose el labio.

—El caso es que, en un visto y no visto, me abrió la puerta con la misma tarjeta con la que lo había intentado yo hacía unos minutos. Para agradecérselo, lo invité a tomar un café, lo uno llevó a lo otro… y acabamos liados.

—¿Tan mal fue la cosa que huyes?

—¿Estás de coña? Acaricié el cielo con los dedos.

—Entonces, no veo dónde está el problema.

—Es que la historia no acaba ahí… —balbucea—. Estaba tan agotada que me quedé dormida, pero ya sabes que soy de sueño ligero, así que me desperté a medianoche… y me lo encontré dormido a mi lado, abrazándome por detrás, en plan cucharita. —Se me escapa una risilla por su tono, mezcla de susto y mala leche—. Yo no le veo la gracia por ningún lado, por eso lo arrastré fuera de mi cama y, con un par de gritos, le invité a que siguiese roncando en la suya.

—¡¿De verdad?! —En parte no me sorprende. Los sentimientos de Alba hacia los hombres son efímeros por naturaleza, de ahí que no sea capaz de digerir cosas como esta; pero nunca imaginé que pudiese llegar a tal extremo—. Pobre chico.

—Sí, igual me excedí un poco —reconoce para sí misma en voz alta, sin parecer muy arrepentida.

—¿Habéis vuelto a coincidir?

—No. Ya me encargo yo de que eso no ocurra. Aunque parece ser que al muy masoca no le importaría, porque a la mañana siguiente vino a picarme, pero es obvio que hice como que no estaba.

—Normal, iría a pedirte explicaciones. Porque la noche anterior estoy segura de que no le dejaste decir ni mu.

—Sea lo que fuese, traía un ramo de flores en la mano. Precioso, por cierto. Y dejemos el tema, que me estoy empezando a poner de mal humor. —Se frota los brazos con las manos para calentarse—. Bajo un segundo a casa a buscar una chaqueta. Vuelvo enseguida.

—No hace falta que te apures, de aquí no me pienso marchar hasta que anochezca.

Conforme se va, dejo la mente en blanco y me relajo, a sabiendas de que, después de tanto tiempo, por fin ha llegado la hora de la verdad: Ahora sí, ya nada me va a impedir que consiga acariciar mi sueño.

[1] ‘Comer y beber, que después de esta vida no hay más placer’.

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